EL CANTO DE LAS GAVIOTAS QUE YA NO SE OYE


Julio Zenón Flores Salgado


-I-

¿Oyes el canto de las gaviotas? Preguntó él.
No, el ruido de la orquesta es demasiado alto, contestó ella.
El sonrío. No ignoraba el volumen de la música que los hombres vestidos con hombreras guerreras y armados de instrumentos musicales interpretaban en el escenario las notas clásicas del mambo del momento de Mike Laure. 1, 2, 3 ,4 , 5, 6 mambo.
Pero bueno, su oído estaba hecho para escuchar muchos sonidos a la vez y distinguir y aislar uno en particular entre todos ellos. Era un oído como para dirigir una orquesta.
Esa noche pernoctaba en Acapulco y al día siguiente saldría de madrugada para San Diego en el Dawn Princess, anclado portentoso sobre la bahía, con sus luces prendidas, como suspendido a medio horizonte.
Un hombre pasado de copas casi le cayó encima y le obligó a parar de bailar. Casi creyó que el borrachín y la orquesta se habían confabulado con él y hasta se sintió agradecido porque el también deseaba ya parar y había bajado el ritmo para acercarse, tomarla y de la mano e invitarla a ir tras el por entre las mesas para sentarse en una esquina del bar, desde donde se podían apreciar perfectamente las palmeras y los autos que las desafiaban a sus pies, algunas con las capotas abiertas esperando un bombardeo de cocos para albergarlos en sus mullidos asientos de piel o de terciopelo rojo, de moda por esos rumbos. Era inconcebible pensar en Acapulco en sin palmeras, sin cocos y en ese entonces, son los descapotables paseando luminarias por su principal avenida o asoleándose en Caleta, sin paparazzis.
Entonces nadie podría pensar en un bombardeo que no fuera de cocos en Acapulco, o del blancuzco y pegajoso líquido soltado por las aves nocturnas acostumbradas a devorar los frutos acuosos y amargos de los amates y que se amontonaban en las orillas de La Huerta, el castillo de aquella mujer famosa por el mote de “Güera”, la mujer que vale lo que pide, no sólo en la pista de baile donde domina la rumba, el mambo y el chachachá, sino también en otros sitios donde se dejaba llevar, junto a la playa o bien por esos vericuetos llenos de escaleras y recovecos en que se convirtieron los barrios históricos, tan temidos por los acapulqueños y tan llamativos para los ingenuos extranjeros que llegaban en oleadas de cientos o de miles cada temporada de cruceros que arrancaba en el mes de octubre de cada año y seguía sin parar hasta mayo del año siguiente, cuando su constante atracar en el gran muelle porteño era sustituido por el azote casi cotidiano de los huracanes, tormentas tropicales o depresiones.
Pero eso era Acapulco y no sólo su interminable Costera, que junto a la embarcación turística se perdía hacia el oriente en una base naval insulsa y hasta patética enclavada en un rincón de Icacos, con barcos arcaicos que casi se hundían solos y lanchones vetustos que parecían que se iban a desarmar cuando rebotaban en las olas de la bahía, hechos para dar lástima más que para alguna guerra y, por el poniente se hundía en un espeso nido de moteles de amores furtivos, perennemente abiertos, como una nodriza siempre dispuesta a alimentar al recién nacido. Acapulco también tenía extensión hacia el océano, por donde llegó un día el crucero que trajo a un director de orquesta. A quien algunos pocos conocieron con el genérico apodo del “gringo”.
En realidad ni siquiera recordaba como es que vino un día este puerto y caminando desvalagado del resto de la tripulación fue abordado por un taxista que lo subió a su Cadillac rechinando de nuevo, con asientos olorosos a plástico y a un aromatizante de fresa muy popular en esa época y le ofreció llevarlo al verdadero paradiso, donde usted podrá encontrar lo mismo pero más barato. No no es cierto, lo mejor de lo mejor, los mangos más sabrosos, la música más de moda, y los cuerpos más esculturales, de hombre o de mujer, hay para todos los gustos, le dijo, pero le advirtió que no se dejara engañar por la magia de Mayambé, es una rumbera que con sólo verlo el roba el espíritu, le advirtió ese hombre de camisola verdeolivo y pantalón del mismo color que calzaba chanclas de pata de gallo y un pelo embaselinado con furor.


Lo llevó entonces a La Huerta, muy cerca pero no dentro de la zona de tolerancia y lo dejó hasta adentro del antro, incluso le ofreció por unos dólares gringo, te acompaño toda la noche, nomas para acompañarte, aunque nomas me des lo de la cuenta, gringo, unos 30 dólares y ya. Pero lo rechazó. Quiso adentrarse solo en esas luces de tenue rojo y amarillos y en esas lucecitas verdes que cintilaban al ritmo de los instrumentos musicales que ejecutaba una docena de hombres amanerados al fondo del establecimiento.
Ahí estaba la Güera, la vio de inmediato porque no pudo sustraerse a una risa contagiosa que salía de una garganta adornada con perlas y acomodaba entre dos bellos pechos que retaban a la noche. Por la risa volteó hacia aquella mesa de dos o tres hombres y dos o tres mujeres entre los cuales estaba la rubia que reía con desparpajo, casi con erotismo, como dejando que cada carcajada esparciera por el ambiente una dosis de ferormonas que hacía que hasta los perros aullaran de placer solitario.
Tal vez ella sintió la mirada y volvió el rostro para mostrar esos ojos contra los cuales el taxista no le advirtió. Era como la pesadilla de Lot, todo se le empezó a volver de sal y caminó hacia ella sin mirar a sus acompañantes y la invitó a bailar. Ella se incorporó sin mediar palabra y lo acompañó hasta la pista donde por fin se oyó su voz de siempre, cautivadora sin embargo, te va a costar diez pesos o dos dólares güerito, le dijo. El no respondió y la tomó del talle mientras la otra mano parecía tomar una batuta para dirigir a la orquesta desafinada que repetía incansable los mismos ritmos de todos los días.
Nadie pareció ponerles atención, nadie se percató cuando se fueron tomados de la mano como dos enamorados por una calle llena de luces, de borrachitos a medio caer, de policías desvalijando lo mismo autos que a los transeúntes, hombres devorando tacos, zanates revoloteando como si fuera de día llevándose trozos de tortilla que quedaban en los platos que devolvían a mil por hora los auxiliares del despachador taquero y un buen montón de taxis azul con blanco que ofrecían sus servicios con las torretas encendidas a las puertas de los tugurios que vomitaban clientes al mismo ritmo con que los recibían. Nadie noto que se perdieron entre las agónicas notas musicales que salían del Arcelia y nadie noto en los días siguientes la nostalgia en los ojos silenciosos de la Güera, nadie preguntó por el gringo, ni años después cuando a la mujer la hallaron estrangulada en un cuarto abandonado de una zona de tolerancia ya sin luces, con despojos de lo que una vez fueron mujeres, sin sus músicos, sin su Huerta, sin su Gato Negro, sin sus borrachines cayéndose por la calle del Malpaso, y sólo con los córvidos zanates revoloteando como siempre en torno a la frase estúpida resaltada por un diario local: “la Gûera loca valía lo que pedía”.

-II-


Ella trató de respirar cuando se dio cuenta que algo impedía que llegara a sus pulmones el oxígeno vital. Las gaviotas resonaban en sus oídos como entonando la Quinta Sinfonía de Betthoven. Sus pulmones fuelleaban como el batir de alas de esas aves que se despliegan en parvadas ya entrada la tarde y forman figuras caprichosas que compiten con las que hacen las nubes. Subía y bajaba en un espasmo orgásmico. Sintió que la ciudad la absorbía como si fuera de agua, se la bebía a tragos, uno tras otro. Se la bebía una ciudad a su vez líquida, que se escurría por cada calle con sus alcantarillas abiertas y se consumía lentamente en sus baches.
El peso era demasiado para sus fuerzas exiguas a sus ajetreados 45 años. La piel colgaba grosera de sus pechos y se bamboleaba en brazos y piernas como una amorfa gelatina. Consumida en sus 30 años sobreviviendo desde La Huerta hasta el Tamikos y La Roca hasta las accesorias semidestruidas por donde se asomaban las ancianas prematuras que se ofertaban por 30, 40 o cincuenta pesos o al último por un plato de comida o una orden de tacos, ya no le quedaban fuerzas ni de donde sacarlas.
La Güera fue digna institutriz de decenas de mujeres bisoñas que llegaban hasta ese pedazo de infierno de donde año tras año la fueron desplazando. Fue la reina del mambo, del cha cha chá e incluso del twis, luego la madona sagrada de sus pupilas y de hombres maduros que la buscaban ya entrada la madrugada para terminar siendo una sombra que se pegaba a los postes o a las paredes hambrientas de la zona de tolerancia.
Nunca olvidó al gringo que llegó una noche con desvergonzada galantería y que la llevó a la pista a bailar. Nunca lo olvidó hasta ese día en que no había siquiera un barco cerca, ni era temporada de cruceros y él salió de la nada en el cuartucho donde ella dormitaba, en esa mañana que se asomaba en medio de una borrachera perpetua.
Ya no hay mas que hacer mi amor. Le dijo y le hizo el amor desaforadamente, como con urgencia. Le mordió los labios y los lóbulos de las orejas, incluso en el mentón le marco sus dientes acomodados por su cirujano ortodoncista.
Ella apenas si se daba cuenta de lo que pasaba. Miraba bambolearse arriba de ella una figura mítica de Hércules, con la camisa desabotonada, el pelo rubio y largo despeinado sobre la frente y unos ojos empotrados en un rostro descompuesto por alguna droga o por los litros de güisqui que bebía el gringo.
Sus manos fuertes se aferraron a los pechos flácidos hasta causarle dolor, pero no dijo nada y por el contrario se empezó a dormir mientras el gringo la acometía una y otra vez.
Soñó que era la colegiala que llegó a la Huerta con una maletita conteniendo dos vestidos y dos pares de calzones. Soñó que bailaba hasta caer de cansancio. Que llegaba a verla el gringo.
Luego despertó. Sintió las manos en su cuello y que no respiraba, sus pulmones fuellearon con fuerza como el batir de alas de las gaviotas de la tarde y se fue durmiendo de nuevo hasta quedar exánime. Nadie la extrañó, nadie reclamó. Sólo el personal de la camioneta del Servicio Médico Forense que llegó por ella tres o cuatro días después preguntó entre los vecinos sin obtener respuestas. Un diario local consiguió la exclusiva dos días más tarde. “La Güera loca valía lo que pedía”, cabeceó una nota en la página cuatro del rotativo más importante de la ciudad. Alguien había descubierto en la covacha un cuerpo putrefacto con varios días en la humedad del rincón. Alguien la descubrió ahí con sus 45 años esperando perpetuamente al gringo.