
Esa tarde en que me tomé la foto con el pelo largo y acompañando a una estúpida calavera que fumaba, miré a la cámara lo más retadoramente que pude. Estaba tratando de engañarlos a todos y no mostrar el terrible miedo que sentía de esatr en un lugar lejano, sin familiares ni amigos, ni un camión conocido o una calle con baches. Estaba solo y tenía miedo.
Por eso mi mirada se aferró a los grandes senos de Cristina. Grandes para su cuerpo flaco y la playera de cuello en v que apenas los retenía. Era yo un náufrago aferrado a una isla de piel blanca y ojos color canela.
Pero se me olvidó que era un intruso. Que ellos eran ya un equipo de jóvenes estudiantes que habían pasado todo tipo de aventuras y yo al salir de ahí, de ese cuarto de azotea, sería otra vez un solitario náufrago, caminando por una isla desierta y completamente desconocida.
Pero por que no pensar en llevarme a la calle esos gestos de cristina tan infantiles y esos argumentos tan de mujer madura, sostenidos con falsas lectura de Hegel o de Emanuel Kant. Si con ella podía yo ocultar mi espantosa soledad que me perseguía desde que salí de casa.