
Recordarás que te lo dije. Yo pude ser Bukowski, o él pudo ser yo. En este caso el orden de los factores no altera el producto. Pues se que estaba en una oficina de correos, pero no como empleado, sino como un ciudadano insomne que va todos los días a revisar las listas para ver si le han escrito.
Todos los días estaba ahí, incluso los domingos, en que era día de asueto y debía aprovechar para caminar por algún andador de Long Beach, donde seguro toparía con alguna celebridad de las muchas que le caravaneaban para que les escribiera algún guión, con ese estilo sórdido tan aplaudido por la crítica.
Claro que no era como entre semana pues no podía traspasar los portones metálicos que se cerraban para guardar con celo esos miles de cartas malditas que llevarían en la mayoría de las veces desasosiego a quienes las esperaban con esperanza y miedo, porque en esos tiempos en que la gente estaba más metida en ganar el sustento diario pocos eran tan valientes como para desperdiciar el tiempo escribiendo, por ello, casi siempre las cartas que llegaban a los hogares eran cobros de hipotecas, de adeudos bancarios en general y boletas de infracciones de tránsito o multas de Hacienda.
Pero ahí estaba, sentado en una escalinata fría, mirando pasar a las personas o viendo los lejanos pájaros cada vez más escasos. A veces se paraba y acercaba la nariz a uno de los cristales del portón para mirar hacia adentro. Uno nunca sabe, pero una carta con valor sentimental puede cobrar vida propia y llamarnos desde dentro del sobre, a gritos, llamarnos por nuestros nombres para que acudamos a abrirlas a rescatarlas, del montón para huir con ellas y luego apoderarnos de su contenido. Leer y volver a leer una carta, propia o ajena, que transmite sentimientos, que nos recuerda nuestro estatus de humanos.
Por supuesto ningún domingo salió ninguna carta gritando ¡hey aquí estoy, sálvame! Y los domingos llegaban a su fin y debía ir a casa a seguir bebiendo ron y a esperar que fuera lunes para ir de nuevo al correo y esperar a que abrieran y leer de nuevo la lista en espera de la carta.
Yo estaba ahí, y era Bukowski, y me miraba en el reflejo del espejo fijado al fondo del mármol gris, con esa cara angulosa y mis setenta y tres años, escudriñando, adivinando si llegaría una carta de ella, la mujer que nunca existió en mi vida, pero que estuvo tendida en mi cama, dispuesta siempre a hacer el amor o por lo menos a dejarse hacer, compás de esa música de Led Zepelin, del CD lleno de colores vivos, locuaces, que se dispersaban con los primeros gramos de la tarde, bendecidos por las invocaciones de María Sabina.
Tu falda era verde y la sábana gris. Tu en cambio blanca, casi transparente. De lentes cromados y tacones bajitos. Dabas luz en esa oscuridad. Te fundías con los colores del plasma de la tv y te bañabas en mi regadera.
Pero tu modo de hablar era en las cartas. Tu voz estallaba en cada línea escrita con los detalles de la letra escrip, redondeada, como de niña de Kinder garden mientras tu lengua se negaba a moverse y tu boca a abrirse. Era más fácil abrir las manos en señal de acogida en tu seno.
Por eso me dijiste todo en las cartas, cuando llegaste, cuando te pensabas quedar, cuando me hiciste la cama y cuando te fuiste con él.
Pero estoy seguro que faltó una carta, la carta que yo se que va a llegar, un día, o una noche en que esté afuera del edificio de correos. No sé, quizá un fin de semana o un día martes que me gustan tanto. Va a llegar, ya no a aquella casa que vendí cuando te fuiste, pero va a llegar, lo sé y yo voy a estar aquí en la oficina de correos. Esperando. Esperando.
Tuyo:
CH. Bukowski