
-II-
JULIO ZENON FLORES SALGADO
Ella trató de respirar cuando se dio cuenta que algo impedía que llegara a sus pulmones el oxígeno vital. Las gaviotas resonaban en sus oídos, como entonando la Quinta Sinfonía de Betthoven. Sus pulmones fuelleaban como el batir de alas de esas aves que se despliegan en parvadas ya entrada la tarde y forman figuras caprichosas que compiten con las que hacen las nubes. Subía y bajaba en un espasmo orgásmico. Sintió que la ciudad la absorbía como si fuera de agua, se la bebía a tragos, uno tras otro. Se la bebía una ciudad a su vez líquida, que se escurría por cada calle con sus alcantarillas abiertas y se consumía lentamente en sus baches.
El peso era demasiado para sus fuerzas, exiguas, a sus ajetreados 45 años. La piel colgaba, grosera, de sus pechos, y se bamboleaba en brazos y piernas, como una amorfa gelatina. Consumida en sus años de sobreviviente en La Huerta hasta el Tamikos y La Roca o entre las accesorias semidestruidas, por donde se asomaban las ancianas prematuras, que se ofertaban por 30, 40 o cincuenta pesos, o al último, por un plato de comida o una orden de tacos. Ya no le quedaban fuerzas, ni de donde sacarlas.
La Güera, fue digna institutriz, de muchas mujeres bisoñas, que llegaban hasta ese pedazo de infierno, de donde año tras año, la fueron desplazando. Fue la reina del mambo, del cha cha chá e incluso del twist; luego la madona sagrada de sus pupilas y de hombres maduros, que la buscaban ya entrada la madrugada, para terminar siendo una sombra, que se pegaba a los postes o a las paredes hambrientas de la zona de tolerancia.
Nunca olvidó al gringo, que llegó una noche con desvergonzada galantería, y que la llevó a la pista a bailar. Nunca lo olvidó, hasta ese día, en que no había siquiera un barco cerca, ni era temporada de cruceros y él salió de la nada, en el cuartucho donde ella dormitaba, en esa mañana, que se asomaba en medio de una borrachera perpetua.
Ya no hay más que hacer, mi reina, dijo, y le hizo el amor desaforadamente, como con urgencia.
Le mordió los labios y los lóbulos de las orejas; en el mentón le marco sus dientes, acomodados por su cirujano ortodoncista.
Ella, apenas si se daba cuenta de lo que pasaba. Miraba bamboleársele encima, una figura mítica, de Hércules, con la camisa desabotonada, el pelo rubio y largo, despeinado, sobre la frente y unos ojos empotrados en un rostro descompuesto por alguna droga o por los litros de alcohol que bebía el gringo.
Sus manos fuertes se aferraron a los pechos flácidos hasta causarle dolor, pero no dijo nada y por el contrario, se empezó a dormir, mientras el gringo, la acometía, una y otra vez.
Soñó que era una colegiala llegando a la Huerta, con una maletita conteniendo dos vestidos y dos pares de calzones, bajo una flor seca que alguna vez fue amarilla, Copa de Oro, que se había traído de su pueblito de mixtecos. Soñó que bailaba, hasta caer de cansancio. Que llegaba a verla el gringo.
Luego despertó. Sintió las manos en su cuello y que no respiraba, sus pulmones fuellearon con fuerza, como el batir de alas de las gaviotas de la tarde y se fue durmiendo, de nuevo, hasta quedar exánime, en un tipo orgasmo desconocido, acomodando pedazos de nube en su insólito brinco al cielo desde podía apreciar lo que siempre se imaginó que era Dios y que aparecía ante si con un bastón de autoridad, como los ancianos de su tierra, mayordomos de las fiestas religiosas.
Nadie la extrañó, nadie reclamó. Sólo el personal de la camioneta del Servicio Médico Forense, que llegó por ella tres o cuatro días después, preguntó entre los vecinos sin obtener respuestas. Un diario local consiguió la exclusiva dos días más tarde. “La Güera loca valía lo que pedía”. Alguien había descubierto en la covacha, un cuerpo putrefacto, con varios días en la humedad del rincón. Alguien la descubrió ahí, con sus 45 años, esperando perpetuamente al gringo.