Dijo me llamo Marisol con una media voz, apagada, casi como un susurro, como con miedo de espantar la capa de zancudos que nos picoteaban a placer.
¿Marisol? Repetí mecánicamente. No sé por qué esa mirada huidiza suya, de ojos profundamente negros y absurdamente rasgados en su cara redonda, me hicieron dudar de su nombre. ¿Es tu nombre real o es el de batalla? Insistí. Así me llamó. Dijo, otra vez como si hablara para si misma, sin levantar el rostro. De alguna manera parecía una niña esperando un golpe o un regaño, que sabe o admite haber hecho algo malo y no hace más que mirar resignada al castigador.
No le creí pero ya no insistí. Mi experiencia mundana por los diferentes lupanares de México y otros países me hacían creer improbable que una mujer que vende su cuerpo se llamara igual que en la vida real.
Le pregunté su edad. Me sentí estúpido, cuando su silencio me golpeó en la cara. Pretendí hacerla hablar. ¿De donde eres? Seguí preguntando. De San Pedro de la Cruz. Ni siquiera había oído de esa comunidad que tampoco encontré luego en ninguna de las enciclopedias que pude consultar por Internet; ni en los compendios ni buscando municipio por municipio de Guerrero y Oaxaca. Sería alguna enclavada en lo más profundo de la montaña alta, supuse.
Los zancudos nos picaban a rabiar así que agilicé las cosas. ¿Cuánto cobras? 300, dijo en su español medio mocho.
Pero su cara de miedo me hacía dudar. ¿Y si quieres hacerlo? Otra vez el silencio.
Tras la vieja cortina que hacía de puerta en la especie de cueva construída en ese lugar insólito de la región mixteca, un hombre vestido como pachuco escuchaba atento. Su camisa rosa se mojaba en sudor, pero no se movía del angosto pasillo, que separaba unas 12 cuevitas de cada lado del pasillo, todas con cortinas raídas en vez de puertas y con colchones vetustos sobre camas de piedra, donde los hombres podíamos ir a buscar a alguna niña como Marisol.
Sabía que estaba tras la cortina escuchando la conversación porque de vez en cuando se limpiaba la garganta con una ligera carraspera que Marisol parecía reconocer de inmediato.
Ya no supe que hacer. Pensé en llorar. Había entrado a ese lugar por puro accidente al buscar un lugar donde deshacerme de mis líquidos corporales azuzados por el café matutino y una noche cargada de cerveza.
Como leí en el letrero de la entrada Casa de Huéspedes “Roselia”, me dijo que ahí me alquilarían un baño, pero en vez de eso en permitieron su uso gratuitamente y al salir me pusieron enfrente una decena de niñas de todos tamaños y complexiones. ¿De qué se trata? Pregunté, todavía intentando hacerme el occiso. Elige una para platicar con ella, me había dicho el vestido de pachuco. ¿Y de a como? Le pregunté. No sé. Platica con ella, pónganse de acuerdo, explicó y yo entonces, sudoroso, elegí a Marisol, de edad indefinida, delgada, morena, de evidente aspecto indígena..
Ella seguía callada sentada en la cama, así que volví a preguntar ¿lo quieres hacer? Y adelantándome dije si no quieres no hacemos nada ¿he? Rompió entonces el silencio y murmuró. Si.
Con mucho pudor se fue despojando de la ropa. Se cubría con su manita infantil los pechos púberes y el pubis. Seguía con la cabeza baja. Me esperaba, me temía, me necesitaba. Más bien necesitaba mis 300 pesos. Comprendí de golpe las cosas. Revisé mi cartera, saqué unos billetes de cien pesos y salí huyendo del lugar.
Cuando la volví a ver, sólo unas horas después, la reconocí en una calle del pueblo con su falda de secundaria. Iba con otra niña como ella, platicaban y comían cada una un trozo de sandía.
Comentarios